"Quedaba yo abandonado en esa ruta donde no pasaba un ser humano en muchos días, a veces. ..."
Santiago Dabove.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Una noche me subí a otra lancha que recorrería el Amazonas durante 3 días  hasta Leticia, una triple frontera que comparten Perú, Brasil y Colombia. La lancha se llamaba “Camila” y un mes después me iba a enterar que  naufragó a la altura del Caserío Santa Rosa,  (dónde estuvo el Che en ese primer viaje en motocicleta) dejando varios muertos y kilos de cocaína  en el fondo del Amazonas.

Amazonas desolado..


Niñas viajando en  "Camila"





Después de unos días locos en esa triple frontera y de ver mucho negocio en torno al ayahuasca,  me subí a otra lancha que seguiría por el amazonas hasta Manaos. Ese viaje fue el más caro de todos y duró tres días y medio. En esos días encontré un río Amazonas de colores muy distintos a esos marrones y grises apagados que la pobreza y el hambre mostraba del lado peruano.


Atardecía...








El Río Negro perdiéndose en el Amazonas.





Una vez en Manaos, como asustado de tanta ciudad, me volví a perder en la selva dejando atrás al Río Amazonas y siguiendo las orillas del Rio Negro hasta Boa Vista, a unos kilómetros de la frontera con Venezuela.
Una vez una maestra que daba clases en una comunidad brasilera en el medio de la selva, donde sólo se accedía en avioneta, conoció a un alumno que se convertiría en su esposo hasta el día de hoy. Ellos ahora viven en Boa Vista y me abrieron las puertas de su casa por unos días. Por fin descansé.


Ellos sabían de plantas y cultivaban cucumelos. Me hablaron de otras plantas, raíces y hongos locos en toda esa zona del Amazonas. Todavía hoy me pregunto por que no busque algún contacto para meterme a conocer a los que daban esas plantas.











Y así seguí por Venezuela, por el Orinoco, hasta ese Caribe caliente que me mantuvo en suspensión vagando sin mucho rumbo por todo Venezuela y el norte de Colombia.



Cruzando el Orinoco.

Puerto Ordaz

Isla Margarita

Isla de coche- Venezuela.

Puerto escondido- Cepe, Venezuela.




Recién me echaban de Colombia por caerle mal a una vieja de migraciones que no quiso darme unos días más a mi visa de turista. 
Allá dos alemanes me hicieron  despertar todo eso que había vivido en esos meses en la selva. Averiguando encontré que Ecuador tenia mucha historia sobre el ayahuasca, que aún hay comunidades no contactadas por occidente. Me fui con los alemanes al oriente de quito en busca de algún Chaman. Allá, cerca de Tena, en la puertas de la amazonia Ecuatoriana, di con un viejo que decía tener buena ayahuasca. Como estaban los alemanes que poca pinta de pobre tenían el chaman no perdió la oportunidad de pedirnos un poco de plata. Yo no tenía un peso y los alemanes pagaron por mí.







Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
                                                                                      J.L. Borges.
 
 
En Culla Loma, no muy lejos de Tena y de misahuallí, a orillas del Río Napo.

Después de un día de dieta total, de meditación y de macerar y cocinar el ayahuasca y la hoja de chala en leña todo estaba listo. Eran las 9 de la noche en la mitad del mundo, el kuraka Don Luis que nos guiaba el viaje ya no era un campesino común que le gustaba la plata, su torso desnudo dejaba brillar los collares que de sus antepasados había heredado, sus más mínimos movimientos hacían sonar en percusión  los colgantes de dientes de jaguar. Su actitud era como de quien posee la magia de la naturaleza y en sus manos la sugestión de varias personas, entre ellas nosotros ahí presentes.
Cantó, bebió, luego bebí yo, después mis dos amigos y por último una niña que nadie había visto en esa tarde, pero que allí estaba ahora. Los cantos quichuas siguieron.
De repente yo estaba al frente del chaman sentado, sin remera y mientras cantaba me escupía el cuerpo, la cara, la cabeza con una especie de licor que olía tan fuerte cómo un  perfume barato, me golpeaba con un plumero de hojas como quien limpia una pared. El lugar era una especie de quincho de madera y de caña, dónde la noche entraba en forma de luz por las aberturas.





La manera de cantar del chaman me relajaba, me gustaba, no así que me escupiera ese frío licor. En medio de cantos quichuas, escupitajos y plumerazos vino a mí la primera visión: Un hombre muy anciano, de ojos claros e inteligentes, de rasgos aborígenes con muchos collares también,  sentado en la tierra cómo un árbol. Sentí que esa era su tierra, que él nunca se movería de allí. Esa tierra madre que por generaciones los abrazó, les dio de comer. El caudaloso Río Napo y la complejidad de la selva fueron testigos del día a día de la gran familia Andi que habita toda esta zona en comunidades de 20 o 30 familias.
Los cantos seguían, ahora el chaman me aspiraba suavemente en la coronilla de la cabeza y luego tosía tan fuerte que casi eran arcadas, él estaba chupando lo malo de mi cuerpo y escupiéndolo, según el ritual. Los cantos cesaron, algo mareado me paré y fui hacia el fuego que brillaba en la negra noche fresca.  Mi cuerpo estaba sensible, el fuego me hizo bien.
Sentado sin mirarme pero no sin ignorar mi presencia estaba el anciano que en el quincho se presentó, con la mirada clara perdida en el fuego, moviéndose lentamente como al ritmo de los cantos del chaman, que ahora seguían en ceremonia a uno de mis compañeros.  Me acosté, cerré los ojos, me relajé al calor del fuego y de la noche y mi mente salió a dar un paseo por los senderos de la selva que esa tarde caminó. Uno de esos senderos llevaba directo a una Liana de ayahuasca. Siempre supe que hacia allá me dirigía. No fue difícil encontrarla, la luna la apuntaba con un láser plateado. Ella aprovechaba y brillaba como un arroyo cordobés a la siesta. Estaba hermosa, como un niño se trepaba a un árbol y luego volvía a bajar, me senté a su lado y muchas visiones aparecieron de golpe. Ví el cielo de Colombia, ví a Carito feliz, a un Medellín limpio, con flores de muchos colores. Vi a Dianita y a su bohemia Bucaramanga, saltaban y gritaban de alegría, Bogota se presentó lluviosa y gris como siempre, pero con Lucre y Leo en la casa de nuestros amigos de allá, solo cagandose de risa. Luego los indios guallú de la guajira colombiana seguían su andar por el desierto, a orillas del mejor mar que nunca imaginé. Sonaron también los tambores de la costa atlántica, también los de la pacifica que no pude oír hace unos meses. Todo lo que veía lo veía con detalles, con los buses pasando, los peatones, la pobreza, la riqueza, los olores, las sensaciones, las resacas. Todo eso pasaba en un extraño tiempo sucesivo.
Volví al fuego, vomité en el camino varias veces, me sentí limpio, relajado, liviano. La luna ya exageradamente hermosa me alumbraba el camino. En el fuego estaban mis amigos, parecían dormidos pero yo lo sabía muy bien, estaban en estado de alerta total.
Me senté y el hijo del chaman, Juan, me habló de su abuelo, un kuraca que vivió 103 años y que todos respetaban mucho. Creí saber ahí quién era el anciano que antes quiso que yo lo viera. Los cantos y las arcadas del chaman seguían desde el quincho curando a la niña enferma. Juan comenzó a contarme historias que su abuelo le había enseñado. Me habló de una selva de espíritus, de plantas, de dioses, de magia, de hombres que se convierten en animales, de un extraño ciclo en dónde todo se compensa con las plantas, me habló de otros tiempos, de otros lugares,  de un mundo mágico que ya no vive con los hombres desde hace mucho tiempo. Yo a veces, muy atento, preguntaba algo y él se convertía en un mejor orador al ver mi interés. El oraba lento y muy bajo. La noche era perfecta. El fuego tibio y amarillo azulado. No había sonidos más que los de los animales de la oscuridad. Los sonidos eran un quilombo. En medio de ese orden caótico caí en un dormir muy profundo.
 
No recuerdo si soñé, dicen que siempre soñamos, yo ya no sé. La cuestión es que desperté sintiéndome muy bien, escuchando a los pájaros de otra manera. Sabía muy bien que la noche anterior había sido especial, sabía que estuve curioseando por lugares de mi cabeza a los que no tengo acceso voluntario por ahora. Me sentí otra vez limpio. Ya nada era lo mismo que ayer.
El chaman durante el día me dijo que en la ceremonia un tigre se me representó y me dejó un amuleto que me protegería en mis viajes, un cristal celeste con una cruz al medio. Le agradecí a él y a la planta, y me volví a Quito.



Con los alemanes saliendo de las cuevas Jumandi.

Chaman cortando la raíz de Ayahuasca









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